viernes, 10 de mayo de 2019

El debate partido (sueños recurrentes de un asesor)

Hoy es el día, cuando suene la campana van a salir como Rocky y Apolo. Todo está preparado: moderadores con barba hipster o totalmente afeitados, colores sobrios, luz cálida, reglas claras, tal como acordamos tras arduas negociaciones. Por allá atrás donde ahora camina esa cucaracha van a salir Daniel y Mauricio. No puedo creer que esté caminando una cucaracha por ahí, ojalá no entre al estudio en medio del debate y se suba a una tarima, puede ser una catástrofe, pero no, tranquilo, seguro se vuelve a la oscuridad de bambalinas, eso espero, igual hubiera preferido no haberla visto. Treinta segundos para que salgan ellos, el corazón me late como un tren de Randazzo, hablamos tanto en estos días, dijimos tantas palabras, que sólo me sale una onomatopeya como arenga final, algo así como “vam” o “as”. Listo, están saliendo.
Que gran elección el traje gris plata, algún gracioso dirá que parece un Gol 5 puertas, pero está bien, le calza con el tono de la piel, estuvimos bien en bajar esa suerte de bronceado eterno, un poquito más mate, equilibrado, eso, lo veo equilibrado, es tu día Daniel, esa sonrisa lo dice todo.
Como indicó el sorteo, ingresa primero al set, saluda a los periodistas y queda en el centro de escena. Hace su aparición Mauricio, hay que reconocer que tiene cara de presidente el hijo de re mil putas, y claro, como no va a tener cara de presidente si es gerente desde la nursery, en fin, tiene un traje azul. Se acerca hasta Daniel y extiende su mano derecha, Daniel también extiende su mano derecha.
Se me hiela la sangre, por ese instante el tiempo no transcurre.
Mauricio duda en tomar la mano de su adversario, y Daniel sonríe como diciendo “¿No me vas a saludar?”, Mauricio mira a sus asesores sólo de compromiso porque sabe que va a encontrar el mismo extrañamiendo que lo invade a él, entonces rápidamente vuelve la vista hacia Daniel, que me mira a mí como diciéndo “ésta no se la esperaba nadie, viste que te podía sorprender”, pienso que le digo que no con la cabeza pero no puedo asegurar si pude hacerlo, Mauricio toma la decisión de sonreír y estrechar con naturalidad la mano de Daniel, que también sonríe, pero con una sonrisa nueva, y empieza el vaivén de esas manos presidenciables entrelazadas, al segundo subibaja Mauricio da un paso hacia atrás horrorizado al mismo tiempo que el brazo ortopédico de Daniel cae al piso haciendo un ruido seco que precede a una exclamación colectiva que se escucha por la pantalla y en todo el país, un sonido lejano como un gol en la tribuna visitante.
Daniel sigue parado y sonriendo, encoge los hombros con un gesto de yo no fui y Mauricio, gira y dice “Hagan algo che”, hay una suerte de congelamiento general en donde nadie amaga con hacerse cargo de la situación, mi cerebro impulsa a mis piernas a acercarse pero yo dudo de ese movimiento.
Entonces hace su aparición Karina caminando como en sus épocas de modelo, con aires heroicos toma la posta o mejor dicho la prótesis, lo mira a Daniel y en lugar de dársela, la guarda en su cartera importada y se retira del estudio al grito de “¡Pelotudo!”


miércoles, 10 de octubre de 2018

Casi, Will.

Will es de Londres, pero no nació ahí, nació en un pueblito inglés, así lo llama él y no lo nombra. Will es amable y educado, la inversión que su familia hizo en su educación parece haber resultado, su padre siempre decía “niño que estudia, hombre que camina”. Tiene 37 años y no le gusta nada estar perdiendo el pelo y ganando la panza, por esto último es que a veces sale a correr, actividad que lo deja con la cara roja como un tomate bien maduro. A Will le gusta la cerveza, pero no se excede tanto como su amigo Edward, que suele desplomarse en la cama borracho y a medio desvestir, antes de esa escena casi siempre habla muy fuerte, como si estuviera enojado, pero no lo está.
Will tiene una novia, y eso es todo lo que dice sobre ella.
WIll es amante del surf, le gusta desde los 10 años cuando su tía Diana le regaló su primera tabla. Su película favorita es “Punto límite”, esa donde una banda de surfers asalta bancos con caretas de presidentes de los Estados Unidos… varias veces soñó con la escena en la que Patrick Swayze va en busca de una ola gigante, aún a costa de su vida, Will sueña que se mete al agua con él, pero apenas sus dedos tocan el mar, se despierta. Cuando Patrick murió Will lloró pero no se lo conto a nadie, ese día decidió que iba a recorrer el mundo buscando las mejores olas, que iba a aprovechar cada minuto de su existencia, cosas que se deciden ante la inminencia de la muerte, sea uno inglés, chino o del Congo Belga.
Así llegó a Huanchaco, un pueblo peruano a orillas del Pacífico, un lugar tranquilo y muy recomendado entre los surfers, estuvo 5 días y partió rumbo a otra playa, cuando se fue del hostel en el que se hospedaba, olvidó un pequeño shampoo en la ventanita de la ducha. Esa noche cuando me estaba por bañar descubrí el descuido de Will y no pude evitar el lado más flojo de mi argentinidad. Sintiendo que estaba recuperando las Islas Malvinas con una avivada, estiré mi mano derecha como el Diego en el ‘86 y arrebaté el trofeo.
Estaba vacío, casi gol.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Papel


El tipo se escapaba del papel, no era una hoja en blanco, era más bien negra, o roja, un volcán adentro de un folio resbaladizo. Al tipo lo asustaba el silencio pero más el grito, también parecía dejarle la puerta entreabierta a ciertos fantasmas vencidos, chuecos, desdibujados. Aquietado en la expectación, detenido entre el rayo y el trueno, no estiraba la mano para escupir la tinta seca. Entre vacilaciones empezó por precipitarse en gotas de espejos, en autoretratos burlones, y en ese devenir se dio de bruces contra su propio tirano que lo señalaba con un dedo flaco: “tendrías que pensar esto“, “deberías hacer aquello“, “cómo puede ser que en este tiempo no hayas hecho esto otro“, el tipo no respondía, se encogía de hombros y le daba la espalda a las cartas que supuestamente le habían tocado. Se des-ordenaba y en ese caos se atrevía a levantar banderas nuevas, temblorosas pero nuevas, con la incertidumbre propia de la vida.
Cuando ya nada importaba tanto, dos hilos le tironearon las comisuras, respiró profundo y agarró el papel, hizo un avioncito y lo echó a volar.

viernes, 8 de junio de 2012

Vecinos


Los vecinos a veces se parecen a los fantasmas. Tengo recuerdos de vecinos que creo haber visto en mi infancia, tipos mirando medio de reojo, como testigos de un pasado que llega a veces entre nubarrones de otros pensamientos. Con el tiempo uno le agrega a esos personajes singularidades falsas, que por tanto sumarlas pasan a ser ciertas, los bigotes y los sombreros son mis preferidos, y ciertos gestos que me gustan otorgar a los vecinos medio reales, medio imaginados.
La otra tarde en la puerta de mi casa, un sujeto pelado, caminaba levemente encorvado conversando o mejor dicho escuchando a su hija o a su esposa, recuerdo su jogging blanco satinado y un diario en su mano derecha, esto del diario no puedo confirmar si es real o ficticio, yo en ese momento estaba estrujando un trapo de piso en el cordón de la vereda cuando de pronto veo a este hombre, que gira y me dice:

- Adiós BUZIO

Lo de las mayúsculas no es arbitrario, el hombre lo dijo así, con énfasis, remarcó el apellido y me clavó la mirada. Yo, con las manos heladas por el trapo, le respondí el saludo sin mayúsculas ni apellidos.

-Adiós

Ese saludo fue una declaración, este tipo parecía haberme dicho “Soy un testigo de tu vida” o peor “Soy un testigo de TODA tu vida”, siguiendo con la manera enfática que él había aplicado. Esos ojos quizás habían visto todas las salidas y las entradas, mis caminatas por el barrio, mis ruidos, esas escapadas intempestivas a comprar algo en la madrugada, horarios, personas, abrazos, besos, borracheras, mis finales, principios y entremedios.
Ese hombre recordaba anécdotas que tal vez mi memoria había elegido borrar, y en cambio él, fiel a su condición de vecino-espía, las atesoraba en su mente como recortes de diarios pegados en el placard de un asesino. Había en esa mirada algo sombrío, como una amenaza, una sentencia, un pasado que reclamaba pertenecer al mundo de hoy, al cordón de la vereda, al trapo de piso estrujado, un anunció viejo que caía pesado en los párpados de ese hombre calvo.
En esos momentos uno sigue con lo que estaba haciendo, como quien se tropieza y sigue como si nada. Así  fue, intenté ocultarme ese recuerdo al cerrar la puerta de calle. Pero pronto comencé a sospechar de otros vecinos y su posible condición de vecinos-espías, la del kiosko, el portero de la escuela, el verdulero, a cada uno de ellos, si uno se detenía a mirarlos se les podían adivinar ciertas conductas misteriosas. Llegué a especular con que quizás yo también era un vecino-espía de otro u otros, y que era una misión tan secreta que ni siquiera el propio involucrado la conocía para evitar delatarse.
Esperé en días sucesivos, volver a cruzar a aquel hombre para diluir tantas conjeturas fantásticas sobre su espectral aparición, sin embargo, no lo volví a ver.

viernes, 27 de abril de 2012

Los ojos de Mario


Me puse los ojos de Mario y salí. Apenas giré la llave las baldosas se pusieron en fila, sin embargo la mirada duró poco en el piso, para encontrarla a Ana había que mirar en otras direcciones. La idea era ir hasta el parque, quizás la cruzaba a la ida, o a la vuelta, o en alguna oscuridad recortada entre los árboles. Hacía un frío  que de a poco humedecía los ojos, clima ideal para la desolación y la melancolía, en la mirada de Mario se veían esas huellas y otras. El paso era ansioso, y acompasado con la respiración armaban un ritmo de segundero, sin llegar a lo frenético pero con una cautela más cercana al miedo que a la especulación. Empezaron a barajarse rubias posibles, los ojos de Mario cambiaban cuando localizaban una, si la sospechosa estaba lejos, el envión de las pupilas parecía arrastrar mi cabeza y estirar mi cuello con el peligro de sacármelo de cuajo. La escasez y la desesperanza me hacían hurgar visiones más entreveradas, como mirar a través del vidrio de un bar o pispear entre los maniquíes de alguna vidriera. Ya la había buscado en otros lugares,  mañanas, atardeceres, días de calor, pero también de frío, claro, ya hacía un año que la buscaba, este era el segundo invierno, y este frío le calaba los ojos más que el primero, como un serrucho emperrado en lastimarle el alma. Pero el dolor no era excusa para dejar de buscarla, llegué al parque y me senté a esperarla en un banco de cemento, los ojos de Mario me sostenían erguido y atento a las personas que pasaban, la noche era amarreta para los colores y había que darse maña para diferenciar una colorada de una morocha, encima eso no aportaba ninguna certeza, Ana podría haberse teñido, o cortado el pelo, pero esas hipótesis se esfumaban entre los muchos dobleces de la pena, cuando uno se revuelca en el dolor, no suele fijarse en detalles.
Ya volviendo, noté que la gente en general no está preparada para ojos como los de  Mario, había cierta defensa ante esa mirada inquisidora, miedo. Crucé algunas que parecían decirme “Prefiero que me desnudes a que me mires así”, tal vez en los ojos haya algo más íntimo que en los cuerpos, pensaba. En una esquina sentí la esperanza de un encuentro, pero Mario no estaba para encontrarse con nadie, sólo con Ana era posible, o imposible, pero con Ana.
El tramo final se hizo largo, en las últimas cuadras, me encontré cuestionando la búsqueda de aquel amor perdido, pero los ojos se inyectaron en sangre de la bronca y casi me explotan en la cara. Recobrada la calma llegué a mi casa ya plenamente lloroso de la tristeza o el frío, me saqué los ojos de Mario y me dispuse a descansar de su aferrada obstinación.

sábado, 14 de abril de 2012

Un saco

Me puse un saco. Era gris, de ese color estaba mi corazón aquella tarde medio pelo, quizás por eso lo elegí entre tantos. Cuando me lo calcé, mi brazo derecho quedó aprisionado hasta que de tanto pelear con el forro, la mano escapó y respiró aliviada.. En ese trayecto pensé que quizás tampoco estaba mal ser manco por un rato. En el bolsillo izquierdo había una foto vieja, chiquita, color sepia, de esas que tienen los bordes blancos. Eran tres personas de aspecto joven, adiviné una pareja con su hijo, quizás en el mar. La miré un segundo y la guardé rápidamente, recién pude recordarla por la noche, la imaginé a mi abuela y a la palabra “género” saliendo de su boca.
Pero pronto llegaron las fuerzas que arrasan la mentes y mueven los cuerpos, empujé y fui empujado, giré y me giraron, calmas y tormentas caían mudas en el techo de chapa, mientras yo como podía, recitaba “Te amo por ceja“ de Cortázar. Luego los impulsos se transparentaron y me revolcaron por todos lados. No había tres pasos iguales, y de reojo me gustaba ver al saco volar, llegando después como una sombra de tela. Mi saco y yo estábamos entregados al impulso, por momentos el saco era el que me tenía puesto a mí, en otros sacudones él me dejaba creerme su dueño.
Agitados sobre el final, jugamos a burlarnos de nosotros mismos, a esa altura yo no sabía quien era, como si las identidades fueran hojas de otoño que se vuelan cuando se agitan las ramas. Ya no era el que quería asomar la mano por la manga difícil, ni el que negaba la foto, ni el que intentaba cerrar el saco sin botones, tampoco el que llegó con el corazón gris. Secretamente supe que no era nadie.
Me saqué el saco, lo colgué en el perchero, y me fui con mi camperita de todos los días.

martes, 6 de marzo de 2012

Pasajero

Esteban Gollazo era un tipo cualquiera. Tenía 25 años y sus relaciones amorosas siempre habían resultado encrucijadas engorrosas, llenas de desventuras y en general teñidas con el color del fracaso y la desilusión. En síntesis, a Gollazo no le sobraba la suerte, más bien le faltaba, sobre todo en cuestiones de mujeres.

Pero cierta noche de otoño, en el colectivo 67, una extraña fuerza se apoderó de él, obligándolo a encarar, en contra de su nata inseguridad, a una morocha impresionante que se hallaba al final del pasillo. Gollazo jamás había tenido ni siquiera la osadía de soñar con semejante ejemplar. Cuando llegó al fondo, justo en Del Tejar y Congreso, la morocha le guiñó un ojo y se bajó. Gollazo saltó detrás saboreando la victoria, un gusto que le era ajeno. Ya en la vereda, la tomó de la cintura con las dos manos, la dio vuelta y quedaron cara a cara.

Ella le pegó un cachetazo y se fue.

Gollazo se quedó inmóvil, como repasando lo sucedido, atrapado por el desconcierto y las miradas de unos pocos testigos ocasionales. Estaba seguro de que la morocha le había guiñado un ojo, y no precisamente por tener el as de bastos. Pero enseguida, su obtusa racionalidad lo llevó a pensar que había sido un malentendido provocado por su escasez de aventuras, e incluso llegó a conjeturar que la chica tenía un tic nervioso.

Avergonzado y con el cachete izquierdo aún colorado, Gollazo se quedó en la esquina esperando el próximo colectivo y confiando en que la escoba de la rutina barrería los restos de aquel suceso increíble.

Cuando iba a prender un cigarrillo, llegó el 67. Subió y se sentó en el único asiento que había vacío. Al lado viajaba una estudiante rubia, Gollazo no pudo evitar mirarla, y al girar encontró que esos ojos lo estaban esperando también. Abrumado por la situación, Gollazo se debatía entre el miedo y la curiosidad, y todavía le dolía la cara.

Pero decidió enfrentar la situación y jugó con lo que tenía, un cuatro de copas:

- ¿Disculpá, éste me deja en la estación Saavedra?

La estudiante se mordió los labios y le dijo:

- Sí, yo bajo ahí, y la verdad es que no puedo evitar decirte que me gustás.

Gollazo no entendía nada, lleno de dudas le preguntó:

- ¿Estás segura?

La rubia le echó la falta:

- Haceme el amor en la estación, te lo suplico.

Gollazo ni le contestó, frunció el ceño y se rascó la barbilla. La estudiante lo atraía desesperadamente, pero su pasado reciente lo alertaba y lo confundía. Sin embargo en una frenada, todas las dudas se perdieron en el escote de la rubia, y Gollazo se dejó llevar.

Cuando bajaron en la estación, un joven atlético la estaba esperando, era el novio.

Gollazo buscó en la mirada de la estudiante alguna explicación, pero encontró sólo indiferencia.

Luego de varios episodios similares, Gollazo entendió todo, había sido atrapado por un capricho del destino: todas las pasiones eran posibles, pero sólo arriba del colectivo. Las miradas sugestivas y las frases amables que le convidaban en el transporte público , se convertían irremediablemente en silencio y empujones al pisar la vereda.

Con el tiempo, se fue entregando con mayor intensidad a esos entreveros furtivos y los rechazos empezaron a dolerle menos. Conoció todos los recorridos y se quedaba dormido a propósito para llegar hasta la terminal, en un viaje a Mar del Plata llegó a prometerse matrimonio con una maestra de Villa Ortúzar y en la línea C del subte conoció a los padres de una pelirroja que lo presentó como su novio.

Nuestro héroe le estaba encontrando la vuelta, había aprendido a disfrutar del viaje.

Esteban Gollazo estaba destinado a vivir eternamente el más rotundo y fugaz de los amores, el amor pasajero.

Cabe la posibilidad de que todos seamos él.