martes, 20 de diciembre de 2011

París

- Yo estaba en París. Estaba por esas calles que inundan los pulmones de olores nuevos, esos colores que invitan no perderlos de vista ni un segundo. Una mañana hermosa, el sol de París, como si fuera otro sol, más brillante, redondo en todo sentido, perfecto. Como esos arbustitos de Versallles, cortados con regla, con escuadra, sin una hojita fuera de lugar. Esa perfección me inspiraba a ser perfecto, en mi mente sólo aparecían ideas perfectas, sentimientos perfectos, pensamientos puros, sanos, ideales. Recuerdo el placer de ese desayuno, yo me daba ciertos gustos, era la primera vez que estaba en París, y uno nunca sabe si es la última, ¡qué ricas esas delicias francesas!, los croissants, los macarons, hacía mucho que no sentía unas caricias como las que estaba sintiendo mi paladar. Todo aquello era muy distinto a la angustia, ese sol estaba tan lejos de la oscuridad, que parecía que la noche no iba a llegar nunca.
Caminé por esas callecitas y caminar no era poner un pie detrás del otro, a cada paso la vida era mejor, esos adoquines eran irregulares y sin embargo no me cansaban los pies, esa rutina no me agobiaba, no me alienaba, mi odio sucumbía ante la magia obscena de esa felicidad. Y me arrepentía por no haberlo hecho antes, al final era tan simple, era cuestión de decidirme, y la plenitud que se siente al cumplir un sueño no distingue de lazos ni de moral, los deseos indecentes también nos hacen dichosos, pensaba.
Yo estaba en París, quizás en ese momento estaba tomando un café al caer la tarde sobre Champs Elysees, me acuerdo que daba sorbos pequeños para disfrutar cada gota, cada instante. La camarera que me lo trajo a la mesa era de una belleza dulce, era joven y simpática, en sus ojos se notaba que no era capaz de ningún tormento, de despertar ninguna ira. Cuando se inclinó para apoyar la taza, pude ver un poco de su ropa interior, estaba extasiado por tanto estímulo visual, tanto que confieso haber tenido una erección, confieso también que de no haber sido por mantener ciertos modales, no hubiese esperado a llegar al hotel para masturbarme, como lo hice. Yo no se si usted ha ido, pero en París , la felicidad es tanta, que adormece los deseos más perversos, a mi me hacía sentir realmente un hombre de bien, ese idioma tan romántico, esas luces, creo que en ese contexto era más posible el amor.
Recuerdo la cena de ese día y ese vino francés, aún lo puedo sentir, ¡qué manjar! ese vino era más rojo que todos los rojos, ese vino corría por las venas, o mejor dicho era un río, era un rojo trágico y profundo, apasionado, fatal, tan hermoso que me dolía. Había pedido carne, era un corte parecido al solomillo, yo estaba cansado, muy cansado de caminar, casi jadeante. A los pocos segundos de ver la carne en mi plato, hundí el cuchillo con determinación, con entusiasmo, con ese torbellino de ansiedad que generan el hambre y el amor, o el odio. En ese instante sentí que realmente ya no necesitaba nada más, que ya estaba en paz.
Creo que ya le he dado bastantes detalles, no se que más quiere saber. Le repito señor juez, que el día que la mataron, yo estaba en París.

martes, 13 de diciembre de 2011

Turistas

Seamos turistas, aprovechemos cada segundo y cada olor.
Vayamos así como estamos, con las zapatillas rotas o con ampollas, da igual.
Inauguremos los ojos.
Estemos sin saber adonde ir, y vayamos exactamente a ese lugar.
Llevemos la mochila llena de nada y con nada seamos sólo lo que somos, o sea todo.
Probemos comidas nuevas y que nos piquen los mosquitos, total las ronchas se van.
Comamos este viaje con la mano, seamos menos civilizados.
Que el sentido no sea tan común.
Seamos turistas, y visitémonos hoy.