viernes, 27 de abril de 2012

Los ojos de Mario


Me puse los ojos de Mario y salí. Apenas giré la llave las baldosas se pusieron en fila, sin embargo la mirada duró poco en el piso, para encontrarla a Ana había que mirar en otras direcciones. La idea era ir hasta el parque, quizás la cruzaba a la ida, o a la vuelta, o en alguna oscuridad recortada entre los árboles. Hacía un frío  que de a poco humedecía los ojos, clima ideal para la desolación y la melancolía, en la mirada de Mario se veían esas huellas y otras. El paso era ansioso, y acompasado con la respiración armaban un ritmo de segundero, sin llegar a lo frenético pero con una cautela más cercana al miedo que a la especulación. Empezaron a barajarse rubias posibles, los ojos de Mario cambiaban cuando localizaban una, si la sospechosa estaba lejos, el envión de las pupilas parecía arrastrar mi cabeza y estirar mi cuello con el peligro de sacármelo de cuajo. La escasez y la desesperanza me hacían hurgar visiones más entreveradas, como mirar a través del vidrio de un bar o pispear entre los maniquíes de alguna vidriera. Ya la había buscado en otros lugares,  mañanas, atardeceres, días de calor, pero también de frío, claro, ya hacía un año que la buscaba, este era el segundo invierno, y este frío le calaba los ojos más que el primero, como un serrucho emperrado en lastimarle el alma. Pero el dolor no era excusa para dejar de buscarla, llegué al parque y me senté a esperarla en un banco de cemento, los ojos de Mario me sostenían erguido y atento a las personas que pasaban, la noche era amarreta para los colores y había que darse maña para diferenciar una colorada de una morocha, encima eso no aportaba ninguna certeza, Ana podría haberse teñido, o cortado el pelo, pero esas hipótesis se esfumaban entre los muchos dobleces de la pena, cuando uno se revuelca en el dolor, no suele fijarse en detalles.
Ya volviendo, noté que la gente en general no está preparada para ojos como los de  Mario, había cierta defensa ante esa mirada inquisidora, miedo. Crucé algunas que parecían decirme “Prefiero que me desnudes a que me mires así”, tal vez en los ojos haya algo más íntimo que en los cuerpos, pensaba. En una esquina sentí la esperanza de un encuentro, pero Mario no estaba para encontrarse con nadie, sólo con Ana era posible, o imposible, pero con Ana.
El tramo final se hizo largo, en las últimas cuadras, me encontré cuestionando la búsqueda de aquel amor perdido, pero los ojos se inyectaron en sangre de la bronca y casi me explotan en la cara. Recobrada la calma llegué a mi casa ya plenamente lloroso de la tristeza o el frío, me saqué los ojos de Mario y me dispuse a descansar de su aferrada obstinación.

sábado, 14 de abril de 2012

Un saco

Me puse un saco. Era gris, de ese color estaba mi corazón aquella tarde medio pelo, quizás por eso lo elegí entre tantos. Cuando me lo calcé, mi brazo derecho quedó aprisionado hasta que de tanto pelear con el forro, la mano escapó y respiró aliviada.. En ese trayecto pensé que quizás tampoco estaba mal ser manco por un rato. En el bolsillo izquierdo había una foto vieja, chiquita, color sepia, de esas que tienen los bordes blancos. Eran tres personas de aspecto joven, adiviné una pareja con su hijo, quizás en el mar. La miré un segundo y la guardé rápidamente, recién pude recordarla por la noche, la imaginé a mi abuela y a la palabra “género” saliendo de su boca.
Pero pronto llegaron las fuerzas que arrasan la mentes y mueven los cuerpos, empujé y fui empujado, giré y me giraron, calmas y tormentas caían mudas en el techo de chapa, mientras yo como podía, recitaba “Te amo por ceja“ de Cortázar. Luego los impulsos se transparentaron y me revolcaron por todos lados. No había tres pasos iguales, y de reojo me gustaba ver al saco volar, llegando después como una sombra de tela. Mi saco y yo estábamos entregados al impulso, por momentos el saco era el que me tenía puesto a mí, en otros sacudones él me dejaba creerme su dueño.
Agitados sobre el final, jugamos a burlarnos de nosotros mismos, a esa altura yo no sabía quien era, como si las identidades fueran hojas de otoño que se vuelan cuando se agitan las ramas. Ya no era el que quería asomar la mano por la manga difícil, ni el que negaba la foto, ni el que intentaba cerrar el saco sin botones, tampoco el que llegó con el corazón gris. Secretamente supe que no era nadie.
Me saqué el saco, lo colgué en el perchero, y me fui con mi camperita de todos los días.