viernes, 17 de febrero de 2012

Bandera

Era mi primera vez. Fuimos a un aula y allí, sin más explicaciones me colocaron esa banda cruzada, en cuyo extremo inferior hay una suerte de posa-bandera. En ese momento me explicaron brevemente en qué consistía la tarea: cómo llevar la bandera, cómo caminar, dónde parar, cómo apoyarla, la ubicación con respecto al pie, cuándo levantarla, cómo, cuándo bajarla, cómo pararme y otras indicaciones y comentarios innecesarios del tipo “Mirá para adelante”, “Caminá despacio” o “¡Qué abanderado eh!”, todo esto en un tono de felicitación, parecían estar convencidos de haberme premiado, sin embargo yo me sentía un condenado a punto de ser ejecutado. Cuando estaba por entrar en pánico, escuché una famosa frase que me había sido indiferente todos esos años de primaria pero que ahora era decisiva “Hace su entraba la bandera de ceremonia”, para rematar la escena, una maestra que parecía haberse olvidado las sonrisas en la casa, me miró y con una cara que confirmaba la tragedia, me dijo “Ahora”. Esa palabra fue el empujón que le dan al paracaidista que no se anima a saltar en las películas.

Entonces empecé a caminar, concentrado, la bandera pesaba, pero más pesaban todas las miradas, a cado paso sobrevolaba la idea de un resbalón, de un tropiezo, pero no, con firmeza llegué al lugar donde debía detenerme y así lo hice, atravesando la primera etapa de la desventura.

Ya detenido, de frente a los otros alumnos, miré hacia abajo para ubicar correctamente la bandera entre los pequeños cuadrados en relieve que tenían las baldosas, color bordó. Hasta ahí se puede decir que mantenía una cierta calma y que estaba sobrellevando dignamente la difícil situación, pero como siempre, hay algo que lo altera todo, un hecho quizás minúsculo que rompe esa armadura que creemos portar y nos hace sentir desnudos, ridículos e insignificantes.

Esa piedra en el camino la encontré cuando mi vista abandonó el piso y comenzó a ir hacia arriba, súbitamente se encontró y se detuvo en una imagen que era una revelación, en realidad la confirmación de algo que ya venía sospechando, tenía las piernas muy peludas. En una milésima de segundo pude ver todas las piernas de los chicos de mi edad sin pelos o con algunos pocos, y las mías, cual hombre lobo, repleta de ellos. También repasé mentalmente la indumentaria que llevaba puesta, mi imagen, empezando de abajo hacia arriba era la siguiente: zapatillas, medias de algodón bancas con lagunas líneas en el borde que no llegaban a las rodillas, las piernas anchas y rellenas con todos sus pelos, y el guardapolvos blanco, que ocultaba un short celeste de tenis. Primero llegué a la rápida conclusión de que todo podía haberse evitado poniéndome un pantalón largo, pero era demasiado tarde, “el abanderado es un mamarracho” pensaba yo con el Himno Nacional Argentino de fondo. Luego, ya resignado, estaba seguro de que todos detendrían su mirada en aquellas piernas de niño con pelos de hombre, esos pelos tempraneros e inoportunos, imposibles de esconder. Así, inmerso en la más profunda de las humillaciones, otra frase conocida puso fin al tormento: “Se retira la bandera de ceremonia”.

Ya en mi casa, y después de recibir las felicitaciones por haber sido abanderado, me dirigí al baño y resolví prevenir algún inconveniente futuro, dándole fin a esa cada vez más amenazante sombrita de los bigotes.

martes, 7 de febrero de 2012

Sólo cuando se juntan

Cuando se juntan,
siempre,
una risa moja mi llanto seco.
Cuando se juntan,
siempre,
gozo rutas que me llevan a la nada,
senderos floridos,
calles aciagas,
me pincho con las nubes del subsuelo,
me enredo
y me desovillo.
Cuando se juntan,
siempre,
se miran y se besan espejadas.
Sólo cuando se juntan,
siempre,
mi musa negra y mi musa blanca.