miércoles, 1 de agosto de 2012

Papel


El tipo se escapaba del papel, no era una hoja en blanco, era más bien negra, o roja, un volcán adentro de un folio resbaladizo. Al tipo lo asustaba el silencio pero más el grito, también parecía dejarle la puerta entreabierta a ciertos fantasmas vencidos, chuecos, desdibujados. Aquietado en la expectación, detenido entre el rayo y el trueno, no estiraba la mano para escupir la tinta seca. Entre vacilaciones empezó por precipitarse en gotas de espejos, en autoretratos burlones, y en ese devenir se dio de bruces contra su propio tirano que lo señalaba con un dedo flaco: “tendrías que pensar esto“, “deberías hacer aquello“, “cómo puede ser que en este tiempo no hayas hecho esto otro“, el tipo no respondía, se encogía de hombros y le daba la espalda a las cartas que supuestamente le habían tocado. Se des-ordenaba y en ese caos se atrevía a levantar banderas nuevas, temblorosas pero nuevas, con la incertidumbre propia de la vida.
Cuando ya nada importaba tanto, dos hilos le tironearon las comisuras, respiró profundo y agarró el papel, hizo un avioncito y lo echó a volar.

viernes, 8 de junio de 2012

Vecinos


Los vecinos a veces se parecen a los fantasmas. Tengo recuerdos de vecinos que creo haber visto en mi infancia, tipos mirando medio de reojo, como testigos de un pasado que llega a veces entre nubarrones de otros pensamientos. Con el tiempo uno le agrega a esos personajes singularidades falsas, que por tanto sumarlas pasan a ser ciertas, los bigotes y los sombreros son mis preferidos, y ciertos gestos que me gustan otorgar a los vecinos medio reales, medio imaginados.
La otra tarde en la puerta de mi casa, un sujeto pelado, caminaba levemente encorvado conversando o mejor dicho escuchando a su hija o a su esposa, recuerdo su jogging blanco satinado y un diario en su mano derecha, esto del diario no puedo confirmar si es real o ficticio, yo en ese momento estaba estrujando un trapo de piso en el cordón de la vereda cuando de pronto veo a este hombre, que gira y me dice:

- Adiós BUZIO

Lo de las mayúsculas no es arbitrario, el hombre lo dijo así, con énfasis, remarcó el apellido y me clavó la mirada. Yo, con las manos heladas por el trapo, le respondí el saludo sin mayúsculas ni apellidos.

-Adiós

Ese saludo fue una declaración, este tipo parecía haberme dicho “Soy un testigo de tu vida” o peor “Soy un testigo de TODA tu vida”, siguiendo con la manera enfática que él había aplicado. Esos ojos quizás habían visto todas las salidas y las entradas, mis caminatas por el barrio, mis ruidos, esas escapadas intempestivas a comprar algo en la madrugada, horarios, personas, abrazos, besos, borracheras, mis finales, principios y entremedios.
Ese hombre recordaba anécdotas que tal vez mi memoria había elegido borrar, y en cambio él, fiel a su condición de vecino-espía, las atesoraba en su mente como recortes de diarios pegados en el placard de un asesino. Había en esa mirada algo sombrío, como una amenaza, una sentencia, un pasado que reclamaba pertenecer al mundo de hoy, al cordón de la vereda, al trapo de piso estrujado, un anunció viejo que caía pesado en los párpados de ese hombre calvo.
En esos momentos uno sigue con lo que estaba haciendo, como quien se tropieza y sigue como si nada. Así  fue, intenté ocultarme ese recuerdo al cerrar la puerta de calle. Pero pronto comencé a sospechar de otros vecinos y su posible condición de vecinos-espías, la del kiosko, el portero de la escuela, el verdulero, a cada uno de ellos, si uno se detenía a mirarlos se les podían adivinar ciertas conductas misteriosas. Llegué a especular con que quizás yo también era un vecino-espía de otro u otros, y que era una misión tan secreta que ni siquiera el propio involucrado la conocía para evitar delatarse.
Esperé en días sucesivos, volver a cruzar a aquel hombre para diluir tantas conjeturas fantásticas sobre su espectral aparición, sin embargo, no lo volví a ver.

viernes, 27 de abril de 2012

Los ojos de Mario


Me puse los ojos de Mario y salí. Apenas giré la llave las baldosas se pusieron en fila, sin embargo la mirada duró poco en el piso, para encontrarla a Ana había que mirar en otras direcciones. La idea era ir hasta el parque, quizás la cruzaba a la ida, o a la vuelta, o en alguna oscuridad recortada entre los árboles. Hacía un frío  que de a poco humedecía los ojos, clima ideal para la desolación y la melancolía, en la mirada de Mario se veían esas huellas y otras. El paso era ansioso, y acompasado con la respiración armaban un ritmo de segundero, sin llegar a lo frenético pero con una cautela más cercana al miedo que a la especulación. Empezaron a barajarse rubias posibles, los ojos de Mario cambiaban cuando localizaban una, si la sospechosa estaba lejos, el envión de las pupilas parecía arrastrar mi cabeza y estirar mi cuello con el peligro de sacármelo de cuajo. La escasez y la desesperanza me hacían hurgar visiones más entreveradas, como mirar a través del vidrio de un bar o pispear entre los maniquíes de alguna vidriera. Ya la había buscado en otros lugares,  mañanas, atardeceres, días de calor, pero también de frío, claro, ya hacía un año que la buscaba, este era el segundo invierno, y este frío le calaba los ojos más que el primero, como un serrucho emperrado en lastimarle el alma. Pero el dolor no era excusa para dejar de buscarla, llegué al parque y me senté a esperarla en un banco de cemento, los ojos de Mario me sostenían erguido y atento a las personas que pasaban, la noche era amarreta para los colores y había que darse maña para diferenciar una colorada de una morocha, encima eso no aportaba ninguna certeza, Ana podría haberse teñido, o cortado el pelo, pero esas hipótesis se esfumaban entre los muchos dobleces de la pena, cuando uno se revuelca en el dolor, no suele fijarse en detalles.
Ya volviendo, noté que la gente en general no está preparada para ojos como los de  Mario, había cierta defensa ante esa mirada inquisidora, miedo. Crucé algunas que parecían decirme “Prefiero que me desnudes a que me mires así”, tal vez en los ojos haya algo más íntimo que en los cuerpos, pensaba. En una esquina sentí la esperanza de un encuentro, pero Mario no estaba para encontrarse con nadie, sólo con Ana era posible, o imposible, pero con Ana.
El tramo final se hizo largo, en las últimas cuadras, me encontré cuestionando la búsqueda de aquel amor perdido, pero los ojos se inyectaron en sangre de la bronca y casi me explotan en la cara. Recobrada la calma llegué a mi casa ya plenamente lloroso de la tristeza o el frío, me saqué los ojos de Mario y me dispuse a descansar de su aferrada obstinación.

sábado, 14 de abril de 2012

Un saco

Me puse un saco. Era gris, de ese color estaba mi corazón aquella tarde medio pelo, quizás por eso lo elegí entre tantos. Cuando me lo calcé, mi brazo derecho quedó aprisionado hasta que de tanto pelear con el forro, la mano escapó y respiró aliviada.. En ese trayecto pensé que quizás tampoco estaba mal ser manco por un rato. En el bolsillo izquierdo había una foto vieja, chiquita, color sepia, de esas que tienen los bordes blancos. Eran tres personas de aspecto joven, adiviné una pareja con su hijo, quizás en el mar. La miré un segundo y la guardé rápidamente, recién pude recordarla por la noche, la imaginé a mi abuela y a la palabra “género” saliendo de su boca.
Pero pronto llegaron las fuerzas que arrasan la mentes y mueven los cuerpos, empujé y fui empujado, giré y me giraron, calmas y tormentas caían mudas en el techo de chapa, mientras yo como podía, recitaba “Te amo por ceja“ de Cortázar. Luego los impulsos se transparentaron y me revolcaron por todos lados. No había tres pasos iguales, y de reojo me gustaba ver al saco volar, llegando después como una sombra de tela. Mi saco y yo estábamos entregados al impulso, por momentos el saco era el que me tenía puesto a mí, en otros sacudones él me dejaba creerme su dueño.
Agitados sobre el final, jugamos a burlarnos de nosotros mismos, a esa altura yo no sabía quien era, como si las identidades fueran hojas de otoño que se vuelan cuando se agitan las ramas. Ya no era el que quería asomar la mano por la manga difícil, ni el que negaba la foto, ni el que intentaba cerrar el saco sin botones, tampoco el que llegó con el corazón gris. Secretamente supe que no era nadie.
Me saqué el saco, lo colgué en el perchero, y me fui con mi camperita de todos los días.

martes, 6 de marzo de 2012

Pasajero

Esteban Gollazo era un tipo cualquiera. Tenía 25 años y sus relaciones amorosas siempre habían resultado encrucijadas engorrosas, llenas de desventuras y en general teñidas con el color del fracaso y la desilusión. En síntesis, a Gollazo no le sobraba la suerte, más bien le faltaba, sobre todo en cuestiones de mujeres.

Pero cierta noche de otoño, en el colectivo 67, una extraña fuerza se apoderó de él, obligándolo a encarar, en contra de su nata inseguridad, a una morocha impresionante que se hallaba al final del pasillo. Gollazo jamás había tenido ni siquiera la osadía de soñar con semejante ejemplar. Cuando llegó al fondo, justo en Del Tejar y Congreso, la morocha le guiñó un ojo y se bajó. Gollazo saltó detrás saboreando la victoria, un gusto que le era ajeno. Ya en la vereda, la tomó de la cintura con las dos manos, la dio vuelta y quedaron cara a cara.

Ella le pegó un cachetazo y se fue.

Gollazo se quedó inmóvil, como repasando lo sucedido, atrapado por el desconcierto y las miradas de unos pocos testigos ocasionales. Estaba seguro de que la morocha le había guiñado un ojo, y no precisamente por tener el as de bastos. Pero enseguida, su obtusa racionalidad lo llevó a pensar que había sido un malentendido provocado por su escasez de aventuras, e incluso llegó a conjeturar que la chica tenía un tic nervioso.

Avergonzado y con el cachete izquierdo aún colorado, Gollazo se quedó en la esquina esperando el próximo colectivo y confiando en que la escoba de la rutina barrería los restos de aquel suceso increíble.

Cuando iba a prender un cigarrillo, llegó el 67. Subió y se sentó en el único asiento que había vacío. Al lado viajaba una estudiante rubia, Gollazo no pudo evitar mirarla, y al girar encontró que esos ojos lo estaban esperando también. Abrumado por la situación, Gollazo se debatía entre el miedo y la curiosidad, y todavía le dolía la cara.

Pero decidió enfrentar la situación y jugó con lo que tenía, un cuatro de copas:

- ¿Disculpá, éste me deja en la estación Saavedra?

La estudiante se mordió los labios y le dijo:

- Sí, yo bajo ahí, y la verdad es que no puedo evitar decirte que me gustás.

Gollazo no entendía nada, lleno de dudas le preguntó:

- ¿Estás segura?

La rubia le echó la falta:

- Haceme el amor en la estación, te lo suplico.

Gollazo ni le contestó, frunció el ceño y se rascó la barbilla. La estudiante lo atraía desesperadamente, pero su pasado reciente lo alertaba y lo confundía. Sin embargo en una frenada, todas las dudas se perdieron en el escote de la rubia, y Gollazo se dejó llevar.

Cuando bajaron en la estación, un joven atlético la estaba esperando, era el novio.

Gollazo buscó en la mirada de la estudiante alguna explicación, pero encontró sólo indiferencia.

Luego de varios episodios similares, Gollazo entendió todo, había sido atrapado por un capricho del destino: todas las pasiones eran posibles, pero sólo arriba del colectivo. Las miradas sugestivas y las frases amables que le convidaban en el transporte público , se convertían irremediablemente en silencio y empujones al pisar la vereda.

Con el tiempo, se fue entregando con mayor intensidad a esos entreveros furtivos y los rechazos empezaron a dolerle menos. Conoció todos los recorridos y se quedaba dormido a propósito para llegar hasta la terminal, en un viaje a Mar del Plata llegó a prometerse matrimonio con una maestra de Villa Ortúzar y en la línea C del subte conoció a los padres de una pelirroja que lo presentó como su novio.

Nuestro héroe le estaba encontrando la vuelta, había aprendido a disfrutar del viaje.

Esteban Gollazo estaba destinado a vivir eternamente el más rotundo y fugaz de los amores, el amor pasajero.

Cabe la posibilidad de que todos seamos él.

viernes, 2 de marzo de 2012

Dedo

Era un dedo gordo desmesurado,
inverosímil, como de otro pie.
Un puente ansioso al futuro,
redondo en un mundo asimétrico,
desobediente, federal.
Ese dedo combatía en cuero
portando uñas a regañadientes,
agitando en caramelo
sus caprichos más dulces.
Era un grito en la polvareda
de su huella bendita,
ese dedo era una premonición
de la mujer que venía detrás.

viernes, 17 de febrero de 2012

Bandera

Era mi primera vez. Fuimos a un aula y allí, sin más explicaciones me colocaron esa banda cruzada, en cuyo extremo inferior hay una suerte de posa-bandera. En ese momento me explicaron brevemente en qué consistía la tarea: cómo llevar la bandera, cómo caminar, dónde parar, cómo apoyarla, la ubicación con respecto al pie, cuándo levantarla, cómo, cuándo bajarla, cómo pararme y otras indicaciones y comentarios innecesarios del tipo “Mirá para adelante”, “Caminá despacio” o “¡Qué abanderado eh!”, todo esto en un tono de felicitación, parecían estar convencidos de haberme premiado, sin embargo yo me sentía un condenado a punto de ser ejecutado. Cuando estaba por entrar en pánico, escuché una famosa frase que me había sido indiferente todos esos años de primaria pero que ahora era decisiva “Hace su entraba la bandera de ceremonia”, para rematar la escena, una maestra que parecía haberse olvidado las sonrisas en la casa, me miró y con una cara que confirmaba la tragedia, me dijo “Ahora”. Esa palabra fue el empujón que le dan al paracaidista que no se anima a saltar en las películas.

Entonces empecé a caminar, concentrado, la bandera pesaba, pero más pesaban todas las miradas, a cado paso sobrevolaba la idea de un resbalón, de un tropiezo, pero no, con firmeza llegué al lugar donde debía detenerme y así lo hice, atravesando la primera etapa de la desventura.

Ya detenido, de frente a los otros alumnos, miré hacia abajo para ubicar correctamente la bandera entre los pequeños cuadrados en relieve que tenían las baldosas, color bordó. Hasta ahí se puede decir que mantenía una cierta calma y que estaba sobrellevando dignamente la difícil situación, pero como siempre, hay algo que lo altera todo, un hecho quizás minúsculo que rompe esa armadura que creemos portar y nos hace sentir desnudos, ridículos e insignificantes.

Esa piedra en el camino la encontré cuando mi vista abandonó el piso y comenzó a ir hacia arriba, súbitamente se encontró y se detuvo en una imagen que era una revelación, en realidad la confirmación de algo que ya venía sospechando, tenía las piernas muy peludas. En una milésima de segundo pude ver todas las piernas de los chicos de mi edad sin pelos o con algunos pocos, y las mías, cual hombre lobo, repleta de ellos. También repasé mentalmente la indumentaria que llevaba puesta, mi imagen, empezando de abajo hacia arriba era la siguiente: zapatillas, medias de algodón bancas con lagunas líneas en el borde que no llegaban a las rodillas, las piernas anchas y rellenas con todos sus pelos, y el guardapolvos blanco, que ocultaba un short celeste de tenis. Primero llegué a la rápida conclusión de que todo podía haberse evitado poniéndome un pantalón largo, pero era demasiado tarde, “el abanderado es un mamarracho” pensaba yo con el Himno Nacional Argentino de fondo. Luego, ya resignado, estaba seguro de que todos detendrían su mirada en aquellas piernas de niño con pelos de hombre, esos pelos tempraneros e inoportunos, imposibles de esconder. Así, inmerso en la más profunda de las humillaciones, otra frase conocida puso fin al tormento: “Se retira la bandera de ceremonia”.

Ya en mi casa, y después de recibir las felicitaciones por haber sido abanderado, me dirigí al baño y resolví prevenir algún inconveniente futuro, dándole fin a esa cada vez más amenazante sombrita de los bigotes.

martes, 7 de febrero de 2012

Sólo cuando se juntan

Cuando se juntan,
siempre,
una risa moja mi llanto seco.
Cuando se juntan,
siempre,
gozo rutas que me llevan a la nada,
senderos floridos,
calles aciagas,
me pincho con las nubes del subsuelo,
me enredo
y me desovillo.
Cuando se juntan,
siempre,
se miran y se besan espejadas.
Sólo cuando se juntan,
siempre,
mi musa negra y mi musa blanca.

lunes, 2 de enero de 2012

Silencio

Está tu silencio y está el mío.
Tu silencio es un dibujo en el vacío,
algo sin forma que modelo con un deseo difuso.
Cuando bajo la guardia,
oigo salir una tregua de tu boca tiesa.
Tu silencio huele a ilusión resucitada.
Mi silencio se aferra al tuyo
y esconde su ruidoso miedo.
El tiempo y el cuerpo se detienen esquivos,
y me dejo varado en la estación de un tren que ya no pasa.
O lleno tu silencio de cualquier cosa
y me armo una comodidad boba y fugaz.
Porque tu silencio es una enredadera en mis pensamientos,
una flor que huye,
una madeja negra en la que me revuelco un rato.
Pero voluntariosamente, retomo el habla
y la hermosa contradicción de sentir que hasta la verdad más pesada, me alivia.
Siempre vuelvo a las palabras y exorcizo el silencio,
al menos el mío.
El tuyo, por lo pronto, no dice nada.