sábado, 14 de abril de 2012

Un saco

Me puse un saco. Era gris, de ese color estaba mi corazón aquella tarde medio pelo, quizás por eso lo elegí entre tantos. Cuando me lo calcé, mi brazo derecho quedó aprisionado hasta que de tanto pelear con el forro, la mano escapó y respiró aliviada.. En ese trayecto pensé que quizás tampoco estaba mal ser manco por un rato. En el bolsillo izquierdo había una foto vieja, chiquita, color sepia, de esas que tienen los bordes blancos. Eran tres personas de aspecto joven, adiviné una pareja con su hijo, quizás en el mar. La miré un segundo y la guardé rápidamente, recién pude recordarla por la noche, la imaginé a mi abuela y a la palabra “género” saliendo de su boca.
Pero pronto llegaron las fuerzas que arrasan la mentes y mueven los cuerpos, empujé y fui empujado, giré y me giraron, calmas y tormentas caían mudas en el techo de chapa, mientras yo como podía, recitaba “Te amo por ceja“ de Cortázar. Luego los impulsos se transparentaron y me revolcaron por todos lados. No había tres pasos iguales, y de reojo me gustaba ver al saco volar, llegando después como una sombra de tela. Mi saco y yo estábamos entregados al impulso, por momentos el saco era el que me tenía puesto a mí, en otros sacudones él me dejaba creerme su dueño.
Agitados sobre el final, jugamos a burlarnos de nosotros mismos, a esa altura yo no sabía quien era, como si las identidades fueran hojas de otoño que se vuelan cuando se agitan las ramas. Ya no era el que quería asomar la mano por la manga difícil, ni el que negaba la foto, ni el que intentaba cerrar el saco sin botones, tampoco el que llegó con el corazón gris. Secretamente supe que no era nadie.
Me saqué el saco, lo colgué en el perchero, y me fui con mi camperita de todos los días.

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