martes, 6 de marzo de 2012

Pasajero

Esteban Gollazo era un tipo cualquiera. Tenía 25 años y sus relaciones amorosas siempre habían resultado encrucijadas engorrosas, llenas de desventuras y en general teñidas con el color del fracaso y la desilusión. En síntesis, a Gollazo no le sobraba la suerte, más bien le faltaba, sobre todo en cuestiones de mujeres.

Pero cierta noche de otoño, en el colectivo 67, una extraña fuerza se apoderó de él, obligándolo a encarar, en contra de su nata inseguridad, a una morocha impresionante que se hallaba al final del pasillo. Gollazo jamás había tenido ni siquiera la osadía de soñar con semejante ejemplar. Cuando llegó al fondo, justo en Del Tejar y Congreso, la morocha le guiñó un ojo y se bajó. Gollazo saltó detrás saboreando la victoria, un gusto que le era ajeno. Ya en la vereda, la tomó de la cintura con las dos manos, la dio vuelta y quedaron cara a cara.

Ella le pegó un cachetazo y se fue.

Gollazo se quedó inmóvil, como repasando lo sucedido, atrapado por el desconcierto y las miradas de unos pocos testigos ocasionales. Estaba seguro de que la morocha le había guiñado un ojo, y no precisamente por tener el as de bastos. Pero enseguida, su obtusa racionalidad lo llevó a pensar que había sido un malentendido provocado por su escasez de aventuras, e incluso llegó a conjeturar que la chica tenía un tic nervioso.

Avergonzado y con el cachete izquierdo aún colorado, Gollazo se quedó en la esquina esperando el próximo colectivo y confiando en que la escoba de la rutina barrería los restos de aquel suceso increíble.

Cuando iba a prender un cigarrillo, llegó el 67. Subió y se sentó en el único asiento que había vacío. Al lado viajaba una estudiante rubia, Gollazo no pudo evitar mirarla, y al girar encontró que esos ojos lo estaban esperando también. Abrumado por la situación, Gollazo se debatía entre el miedo y la curiosidad, y todavía le dolía la cara.

Pero decidió enfrentar la situación y jugó con lo que tenía, un cuatro de copas:

- ¿Disculpá, éste me deja en la estación Saavedra?

La estudiante se mordió los labios y le dijo:

- Sí, yo bajo ahí, y la verdad es que no puedo evitar decirte que me gustás.

Gollazo no entendía nada, lleno de dudas le preguntó:

- ¿Estás segura?

La rubia le echó la falta:

- Haceme el amor en la estación, te lo suplico.

Gollazo ni le contestó, frunció el ceño y se rascó la barbilla. La estudiante lo atraía desesperadamente, pero su pasado reciente lo alertaba y lo confundía. Sin embargo en una frenada, todas las dudas se perdieron en el escote de la rubia, y Gollazo se dejó llevar.

Cuando bajaron en la estación, un joven atlético la estaba esperando, era el novio.

Gollazo buscó en la mirada de la estudiante alguna explicación, pero encontró sólo indiferencia.

Luego de varios episodios similares, Gollazo entendió todo, había sido atrapado por un capricho del destino: todas las pasiones eran posibles, pero sólo arriba del colectivo. Las miradas sugestivas y las frases amables que le convidaban en el transporte público , se convertían irremediablemente en silencio y empujones al pisar la vereda.

Con el tiempo, se fue entregando con mayor intensidad a esos entreveros furtivos y los rechazos empezaron a dolerle menos. Conoció todos los recorridos y se quedaba dormido a propósito para llegar hasta la terminal, en un viaje a Mar del Plata llegó a prometerse matrimonio con una maestra de Villa Ortúzar y en la línea C del subte conoció a los padres de una pelirroja que lo presentó como su novio.

Nuestro héroe le estaba encontrando la vuelta, había aprendido a disfrutar del viaje.

Esteban Gollazo estaba destinado a vivir eternamente el más rotundo y fugaz de los amores, el amor pasajero.

Cabe la posibilidad de que todos seamos él.

viernes, 2 de marzo de 2012

Dedo

Era un dedo gordo desmesurado,
inverosímil, como de otro pie.
Un puente ansioso al futuro,
redondo en un mundo asimétrico,
desobediente, federal.
Ese dedo combatía en cuero
portando uñas a regañadientes,
agitando en caramelo
sus caprichos más dulces.
Era un grito en la polvareda
de su huella bendita,
ese dedo era una premonición
de la mujer que venía detrás.