lunes, 3 de octubre de 2011

Abrir, cerrar y abrir.

Cuando nacemos, un cordón nos une a nuestra madre, ese cordón se corta, la carne se abre y se cierra. Abrimos la boca y lloramos, la cerramos, y la volvemos a abrir.
En un “abrir y cerrar de ojos” somos grandes. Los días, los grados, los ganchos de la carpeta, los amigos, los cajones, los breteles, las valijas.
Seguimos abriendo y cerrando.
Un día el primer metejón nos abre el pecho y así andamos, meta sístole y diástole. Esa hiperventilación tiene un final y hay que cerrar, vendar. Tarda, pero con el tiempo, y a pesar de rascarnos la cascarita muchas veces, cierra. Finalmente cierra.
Y a pesar de seguir abriendo y cerrando, nos resistimos.
Y muchas veces vamos en contra de los sucesos.
Tenemos miedo y no queremos cerrar. Nos atamos las manos para no abrir.
Hacemos fuerza.
Pero de tanto cansarnos, escuchamos al cuerpo y vamos aflojando las cerraduras. Y empezamos a caminar más livianos, sin candados que pesen.
Dejamos que el viento haga lo suyo.
Y la lágrima que moja lo viejo, riega lo nuevo.
Y después del último beso, llega el primero.
Porque todo lo que abre cierra, y todo lo que cierra, abre.

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